lunes, 16 de enero de 2012

AZUL MARINO




Subimos al bote que nos conduciría hasta las plataformas flotantes cerca de la barrera de coral. Allí nos esperaban los delfines, las mantarraya y los tiburones nodriza, en las inmensas piscinas adecuadas para el encuentro entre humanos y seres marinos. La luz solar y el mar Caribe se mecían acompasadamente. Conversaban con tranquilidad.
El grupo de turistas recibió las instrucciones precisas de cómo comportarse con los animales que íbamos a acariciar. Dos parejas de turistas iraníes, se apuraron para entrar a la lancha. Las mujeres iban completamente cubiertas por vestidos de baño. Llevaban dos bebés sentados en sendos cochecitos. Mi hijo Carlos y yo nos miramos desconcertados ante aquello. ¿Cómo pretendían subir al bote a unos niños amarrados a esos carritos? Los nenes podrían morir en cuestión de instantes en caso de hundimiento. Decidimos callar y no causar alboroto.
Llegamos a las plataformas flotantes, que privaban a los animales de su libertad plena, pero que los mantenía en las condiciones más naturales posibles y al resguardo del océano abierto del llamado Paso de La Mona. Nos entregaron el equipo de buceo básico y los chalecos salvavidas. Me enfundé en aquel dressing code para buceadores. Vi cómo los padres de los nenes se disponían a disfrutar de la experiencia y dejaron sobre los puentes flotantes a los niñitos, aún amarrados a los carritos. Los infantes veían todo con ojos llenos de un negro despavorido, pero guardaron silencio. Un silencio inocente.
Decidí no preocuparme por los asuntos ajenos. Me zambullí a la pileta de agua salada con la alegría de una niña que desea jugar con sus mascotas y con una inmensa curiosidad por sentir la textura de aquellos animales. De pronto, mi hijo y yo estábamos rodeados por dos delfines, dos sombras sinuosas que nos exploraban también. El chaleco salvavidas me estorbaba y me lo quité, contraviniendo las indicaciones de los instructores; sólo lo ajusté a mi mano izquierda.
—Quizás la imprudencia sea contagiosa. —Pensé. Yo quería nadar libre, tocar más a los dolphins, reír más.
En el momento en que me iba a amonestar el guía, el cielo bramó. No entendí lo que gritaba el firmamento, pero con seguridad no se trataba de un asunto cordial. Lanzó muchas centellas contra la costa, cada vez más lejana. Las olas crecieron y arrastraron al parque acuático casi fuera de la zona segura, la protegida por el arrecife. Las plataformas comenzaron a crujir con fuerza, resistiendo sólo por las anclas que las mantenían en el área resguardada del mar abierto.
El entarimado sobre el agua se inclinó. Los cochecitos de bebés se cayeron al agua. ¡Con los bebés! Nervios y angustias. Unos hombres fueron en auxilio de uno de los carritos.
Carlos nadó hacia el sitio del hundimiento del segundo carruaje. Logró alcanzar al aparato y soltó el cinturón de seguridad que sostenía al niño. Estaban muy profundos ya, cuando uno de los delfines comenzó a empujar hacia la superficie al niño. Carlos nadó hacia el aire indispensable.
Respiró varias veces con frenesí. Se calmó. Me buscó con la mirada. Braceó y me alcanzó. Vimos cómo alzaban a los infantes en medio de la confusión. Todos trataban de encaramarse en la tarima endeble a empujones. En contraste, la mar se aplacó y las nubes se despejaron. La luz se abrió paso entre las cortinas de vapor.
Carlos agregó, con la ironía propia de un buen hijo:
—Ahora las mallas se romperán y los tiburones salvajes podrán acercarse hasta nosotros para vernos, oírnos y comernos mejor.
Ante aquella sentencia sentí más frío en las piernas. El vaivén de la marea me balanceó junto a la idea de ser devorada por los escualos. Eso me causó una sensación erótica inexplicable, interrumpida por la caricia venenosa de las medusas, que aliñó mis miedos y esfumó mi encantamiento. Coloqué de nuevo el salvavidas alrededor de mi torso. Me sumergí en el agua, para apreciar de nuevo la música aguamarina.
Vi el infinito marino, la cordillera invertida de corales y algas. La lentitud del vértigo. La caída sorda. El firmamento líquido prometía tragarme. Todo era ondulación. No así la luz. La luz se clavaba directo en todos los azules y turquesas lamidos por las lenguas de algas marrones y ocres. Las algas aplaudían las sinfonías del silencio, dirigidas por la luz penetrante de conciertos inaudibles. Una inmensa boca se abrió en aquel fondo sin fondo. Apareció el único rojo disonante en toda aquella composición. Un mudo rugido amenazó con salir a flote y liberar su furia.
Sentí cómo mis cabellos flotaban negándose a acudir a un extraño llamado, tanto así que se tensaron hasta casi dolerme. Obligada saqué la cabeza del agua. Carlos me halaba por los cabellos y me gritaba. Lo escuché con dificultad:
— ¡Mira mamá! Tenemos que irnos ¿Por qué te separas tanto del grupo? ¡No te sumerjas más! ¡Sal!
Tomé una bocanada de aire, respiré con ansias, e incomprensiblemente molesta, también le grité:
— ¿Sal? ¿Quieres más sal? ¡Nadamos en sal!
— Sí. Sal marina, para aderezo de parrilla. Deja la broma que la cosa está seria. Los cochecitos se cayeron con los niñitos. Tuve que ayudar a sacarlos del mar; esos padres no tienen conciencia, sólo gritaban y lloraban. Unos venezolanos mantuvieron a flote a los carritos, pero entre seis no tenían suficiente fuerza. Fue difícil sacarlos. Ahora vámonos. ¡Nada conmigo para regresar! ¡No te separes de mí!— Volteó su mirada hacia el puente flotante y me indicó que nadáramos hacia allá.
Sonreí al ver la preocupación de Carlos por mí. Por fin los papeles estaban invertidos. El me cuidaba a mí. —Eres mi ancla a la realidad hijo mío ¿Qué sería yo sin ti? —Dije sin esperar respuesta.
—Serías poeta o algo así. ¡Sígueme! —Respondió y nadó hacia el borde de la plataforma, remedo de certezas.
Intenté seguirlo como me ordenó, pero una corriente de agua me abrazó por la cintura y suavemente me hundió en el azul más perfecto, el azul cobalto. Millones de burbujas me hacían cosquillas. No evité brindar entre ellas hasta atragantarme, toser agua en el agua y agitar los brazos, entonces, con desesperación.
Aleteé, me sacudí, me contorsioné, hasta que pude escupir muerte y aférrame a un hilo de vida. Logré alcanzar a Carlos.
Llegaron más botes de salvamento y marineros ayudantes. Regresamos en silencio al muelle que soportaba un alboroto que aturdía. Nos encontramos con mi esposo y mi hija, que esperaban ansiosos. En la habitación del hotel me duché y me preparé para dormir. No quise comer nada ni comentar lo ocurrido. Me disculpé. Expliqué que deseaba dormir.
Varias horas más tarde, sentí a la cama estremecerse y me desperté. Miré el reloj. Era el jueves 5 de enero de 2012 a las 5 y veinticinco minutos de la mañana, día de sismos en el Santo Domingo de la República Dominicana.