lunes, 30 de marzo de 2015

El ángel de la historia y el ángel de la estética: reflexiones en torno a la FIA 2009 por Olga Fuchs



En este breve estudio pretendo, comentando y citando algunas afirmaciones de Giorgio Agamben en su libro “El hombre sin contenido”, analizar algunas características del arte actual, y en base a que este autor intenta dilucidar si el arte occidental se encuentra en una etapa crepuscular.
Para ello, tomaré como referencia a la Feria Iberoamericana del Arte Caracas 2009, pues, aún no compartiendo en su totalidad las afirmaciones apocalípticas del mencionado autor, ciertamente nos encontramos en una época en que la poiesis del arte se ha convertido en una presencia difusa e incluso oculta bajo un esteticismo característico.
Comenzaré diciendo que la muestra ferial es multigenérica, no homogénea ni en sentido cronológico, ni en cuanto a una tendencia en particular y mucho menos en las propuestas estéticas.
A saber: en cuanto a géneros convergieron en este espacio las diversas manifestaciones de las artes plásticas: pintura, escultura, collage, instalaciones, artes gráficas; así como fotografía y videoarte.
En cuanto a la caracterización histórica, se representó allí el repertorio de algunas galerías que exhibieron obras de artistas venezolanos destacados en el siglo XX, por ser representativos de tendencias pictóricas, que ya ocupan su espacio en los anales de la historia del arte venezolano, en un rango que va desde aquellos que cantaron las victorias de la Independencia, pasando por Héctor Poleo, Bárbaro Rivas y Reverón, hasta llegar a Soto y Cruz Diez, por nombrar solo a algunos representantes locales.
A partir de allí, abundan en la muestra en análisis, propuestas contemporáneas y llama la atención la profusión de obras que transmiten su sentido artístico en las formas geométricas, llámense cinéticas, abstractas geométricas o constructivistas.
Destaca la profusión de este tipo de obras en el espacio expositivo, algunas caracterizadas por un carácter ornamental, fácilmente mercadeables, cuyo análisis o explicación muere rápidamente en el acto mismo de su contemplación. Llama la atención igualmente en la mayoría de las obras contemporáneas es nula o poca la referencia a lo humano, la falta de rostros. Algunas sugieren ventanas hacia un mundo virtual, otras son objetos lúdicos sin afán de trascendencia artística, o artefactos cuya ejecución y recursos han generado un producto que quedaría muy bien al lado del sofá de un consultorio de medicina estética.

Placer estético interesado y desinteresado
Kant considera que entre los predicados de lo bello se encuentran la impersonalidad y la validez universal, analizándolo desde el punto de vista del espectador. Así, pues, es bello “lo que agrada desinteresadamente” (Agamben, 10). Niestzche, en cambio, hace la reflexión desde el punto de vista del artista, donde el placer estético es obviamente interesado. Para ello emplea el ejemplo de Pigmalión, aquel escultor “que se exalta debido a su propia creación” (Agamben, 11).
Usa Agamben, en este tema, otras referencias: Sófocles conocía muy bien la fuerza que lleva al artista a pro-ducir, “llevar una cosa desde el no-ser hasta el ser”. Para Platón, por su parte, el poder del arte sobre el ánimo es tan fuerte que tendría efectos sobre la realidad, de modo que en el mundo clásico existía ese “terror divino” ante él. En esta misma línea, durante otras épocas la presencia del arte, ¿benévolo en nuestro tiempo?, ha sido equiparada a la gracia misma -como en la Edad Media-, o incluso vista como una presencia peligrosa tanto para el artista como para la sociedad. Es este un arte purificado del espectador, que enfrenta al artista con ese “terror divino”.
En esta disyuntiva, dice Agamben, los retóricos dieron preeminencia a la forma, a las palabras, y los terroristas al sentido, al pensamiento. En este juego en que intenta aprehenderse la esencia del arte, “signo y sentido se persiguen en un círculo vicioso perpetuo” (Agamben, 24). En el ejemplo del pintor Frenhofer -un personaje ficticio concebido por Balzac-, cuando este, desde su punto de vista de artista, cree haber producido una obra que refleja la esencia de las cosas, basta que un espectador la contemple para que esa ilusión se rompa: la transición entre estos roles -artista y espectador- en el hecho estético es lo que produce el Terror. Problematizar el hecho artístico nos conduce a esa dualidad, que ha recorrido toda la historia del arte. Agamben considera que es allí donde debe hurgarse al problematizar la esencia y destino del arte actual.

El hombre de gusto
Dilucidar el asunto del juicio estético supuso la existencia en el arte de elementos percibibles objetivamente. Así surgió en el siglo XVII en el ámbito europeo la figura del “hombre de gusto”, lo que supone también una especial cualidad para apreciar el arte, un ejercicio que a la vez implicaba conocimiento. A la aparición de esta figura y su relevancia sigue, paradójicamente, una incursión de los artistas en territorios inaccesibles, de alguna manera “hiperestéticos”, cuyas manifestaciones más visibles fueron el desequilibrio y excentricidad, en obras cada vez más herméticas, extrañas y complejas.
El buen gusto trajo consigo su correlato: el mal gusto. Visible tanto en artistas –que comienzan a introducir elementos vulgares en sus obras- como en críticos que ostentaban esa capacidad para detectar el buen gusto. Es “como si el buen gusto conllevase la tendencia a pervertirse en su opuesto” (Agamben, 38).
Para el autor, en un análisis que desembocará más adelante en el hallazgo de los valores y mecanismos que rigen el arte actual, “su aparición en la conciencia parece coincidir con el inicio de un proceso de inversión de todos los valores y de todos los contenidos” (Agamben, 43).
En la obra de Diderot, “El sobrino de Rameau”:
“el gusto ha actuado como una especie de gangrena moral, devorando cualquier otro contenido y cualquier otra determinación espiritual, desarrollándose, finalmente, en el puro vacío. El gusto es la única certeza que tiene de sí mismo y su única autoconciencia, pero esta certeza es la pura nada, y su personalidad es la absoluta impersonalidad. La simple existencia de un hombre como él es una paradoja y un escándalo: incapaz de producir una obra de arte, es precisamente de esta incapacidad de la que depende su existencia; condenado a depender de aquello que es otra cosa de sí mismo, no encuentra en esta otra cosa, sin embargo, ninguna esencialidad, pues todo contenido y toda determinación moral han sido abolidos” (Agamben, 44, resaltado por la autora).

Es así, pues que, para Agamben el intento de aprehender la obra mediante el juicio estético, se pervierte en la entronización de un pretendido buen gusto que desemboca en su caricatura: el mal gusto. A partir de allí se tambalea la seguridad de artistas, críticos portadores del buen gusto y espectadores, sobre los valores y predicados que en las obras eran garantía de su aprehensión.

Arte actual: extrañamiento y desgarro
Según Agamben, apoyándose a su vez en Hegel, en el arte occidental la escisión entre genio y gusto, artista y espectador, produce en el espectador la imposibilidad de conseguir nada allí en la obra, es lo que produce el extrañamiento y el desgarro.
Extrañamiento como el shock que en el espectador provoca “el intercambio rápido e ininterrumpido de los estímulos externos” (Gorelik); desgarro como la fractura entre la materia y la subjetividad del artista, ahora un demiurgo que juega libremente con los elementos (Agamben, 61). Se ha disuelto el espacio común antaño compartido por el espectador y el artista, reduciéndose el acto artístico al principio creativo puro, donde la obra carente de contenido se explica en sí misma.

La sombra: arte, no-arte
En esas condiciones hemos llegado al arte actual. En el recinto ferial de la FIA, como en la Wunderkammer, las obras “parecen encontrar su sentido solamente los unos junto a los otros” (Agamben, 54). Agamben, en este punto de su estudio se pregunta si el arte occidental se encuentra al final del camino:
“el arte ha construido ahora su propio mundo y, entregado a la intemporal dimensión estética del Museum Theatrum, inicia su segunda e interminable vida […] Puede creerse que, por fin, se le ha asegurado a la obra de arte su más auténtica realidad, pero cuando intentamos aferrarla retrocede y nos deja con las manos vacías” (Agamben, 58).

Ya el hombre no consigue en la obra el reflejo y la explicación de su mundo, antes bien confirma una especie de otredad:
“…se ve a Sí mismo como Otro, su propio ser-por-sí-mismo como ser fuera-de-sí-mismo.[…] no encuentra de ninguna manera un contenido determinado y una medida concreta de su propia existencia sino, simplemente, a su propio Yo en la forma del absoluto extrañamiento, y sólo puede poseerse en el interior de ese desgarro” (Agamben, 65).

Así, juicio estético y una subjetividad artística sin contenido “remiten incesantemente la una a la otra” (Agamben, 66), en una suerte de círculo vicioso. El arte actual nos produce disfrute inmediato y necesidad de juicio. Este juicio, para captar lo que es arte, paradójicamente requiere tener claro lo que no lo es: entonces el no-arte se convierte en un contenido: “una sencilla y pura nada […] este juicio sumerge al arte en su propia sombra” (Agamben, 73). Y a ello contribuye una especie de ley de degradación de la energía: la creación de la obra de arte implica que una vez producida no se puede recorrer el camino inverso para dilucidar su esencia a través del gusto (Agamben, 77).
Toda esta nueva configuración en la percepción del arte, nada esclarecedora del fenómeno, la podemos sentir en las Wunderkammer actuales, llámense museos o ferias como la comentada FIA, donde un casi preeminente esteticismo o ejercicio lúdico colma las obras exhibidas, como las cajas con imágenes superpuestas con juegos geométricos de Gabriela Morawetz, o la configuración traslúcida de Héctor Fuenmayor, o la construcción de filigranas de Julián Villafañe cuyo germen es multiplicado por el propio artista generando una otra realidad.
Las formas de la naturaleza se miden ahora con su negativo (artístico), con lo que ahora “el arte se ha transformado en naturaleza, y la naturaleza en arte” (Agamben, 85). Nuestro juicio crítico refleja, como ya se dijo, la escisión entre espectador y artista, entre materia y subjetividad del artista, y un espectador extrañado y desgarrado se prefigura constantemente el no-arte para acceder al arte (lo medimos con su sombra), lo que ha provocado que el arte se convierta en el logos del arte, en un constante discurrir sobre sí mismo (Agamben, 83). Por ello cuesta diferenciar una obra de arte de un trozo orgánico, como las maderas constructivistas de Harry Abend. Más aún, incluso en el ready made y el pop art la necesaria operación de su comparación con el no-arte se imposibilita, pues “se agota en una simple comprobación de identidad” (Agamben, 83).
Recuerdo para este caso en la FIA la basura y “corotos” deteriorados, abigarrados y salpicados con pintura de José Ramón Sánchez, cuya visión nos llama a este ejercicio de juicio estético en el cual las preguntas no encuentran respuestas y el espectador termina solazándose en una difusa sensación de no-arte, que al final nos conforma con una especie de placer ante la osadía del artista y ante una especie de armonía sin referencia que solo encuentra explicación en el caos que se nos presenta.
Una nueva manera de investigar el arte se manifiesta en búsquedas guiadas por las teorías de la información. Y tiene sentido esta afirmación, al observar en la actualidad la cantidad de obras donde es protagónica la voluntad de mímesis de la tecnología informática y donde nos encontramos con configuraciones que imitan su dinámica: en la FIA y en ocasiones se percibe como especies de “ventanas” hacia dentro de la obra; se adivinan “capas” plásticas que se pueden interpretar como capas de información; también vemos simetrías abismales; elementos pixelados; un Miranda a quien lo desleído de la impresión derrite el camastro; objetos virtuales; títulos de obras como Set up; afectaciones cibernéticas; y obras que requieren implementos técnicos para ser apreciadas.

Pro-ducción en el arte: del no-ser al ser
Tanto la labor de artesanos (técnica) como la de artistas (estética), implicaban la pro-ducción con una finalidad de consumo o disponibilidad y en otra de goce estético. Esta dualidad producción-consumo, al llevar el no-ser al ser de la obra, implicaba en común la idea de originalidad, que ha hallado su contraparte en el arte actual en la reproductibilidad técnica.
El ready made ha jugado con esa reproductibilidad. Recordemos los lavabos y ruedas de bicicleta de Duchamp, artista que “…hizo pasar al objeto de una condición de reproductibilidad y fungibilidad técnica al de autenticidad y unicidad estética” (Agamben, 103). Tanto esta corriente artística como el pop art participan de esa especie de carácter enigmático: imposibilidad de llegar a la presencia, quedar en la sombra, en un limbo entre ser y no-ser, disponibilidad-hacia-la-nada, pues en estas formas de arte se suspenden las dos condiciones de la actividad productiva: goce estético y consumo.

Poiesis y praxis
El artista ha migrado, de la pro-ducción hacia la presencia –poiesis-, en que el resultado del ejercicio artístico era la poesía en el sentido de verdad, al operari, al “genio creativo” (Agamben, 114), a la preeminencia del hacer, de la práctica.
Recordemos que para Agamben el arte producía un placer interesado que era el encuentro con la poiesis misma, y bajo el reino del esteticismo y la praxis se ha tornado desinteresado. Agamben se refiere constantemente a esa inasibilidad e inaprensión de la obra de arte como “nada”,  refiriendo para ese fin al nihilismo de Niestzche. Para el autor, en la época moderna “cualquier posibilidad de distinguir entre poiesis y praxis se desvanece” (Agamben, 114, cursivas en el original). Pero la visión nihilista de Niestzche ve el arte como opus de un operari y como principio creativo formal. Para él, “El arte es la más alta tarea del hombre, la verdadera actividad metafísica” (Agamben, 139), venganza contra la vida y cumplimiento del destino metafísico, y supera con esta visión el mero esteticismo del arte. La nada y el no-sentido eterno es lo que conlleva al eterno retorno, donde el artista es el superhombre portador de esta fatalidad como su sublime responsabilidad.

Regalo y ocultación
Agamben analiza otros factores de la obra de arte como la estructura, que deviene ritmo y se concilia con nosotros en la dimensión temporal. Este ritmo es regalo y ocultación, la obra da y oculta a la vez:
“Al abrirle al hombre su auténtica dimensión temporal, la obra de arte le abre también el espacio de su pertenencia al mundo, en el que solamente él puede asumir la medida original de su estancia sobre la tierra y reencontrar su propia verdad, que se encuentra en el flujo imparable del tiempo lineal” (Agamben, 163).

Es lo que permite que se rompa el continuum del tiempo lineal y el hombre reencuentre entre pasado y futuro su espacio presente. Pero en la actualidad, el esteticismo ha significado la imposibilidad del hombre de acceder a esa estructura esencial de la obra donde ella alternativamente se ofrece y se oculta, y más bien mantiene velado para él tanto el buscado sentido estético como su finalidad última.

El ángel de la historia y el ángel de la estética
El artista moderno, presa del pasado acumulado sobre sus hombros, ha destruido la transmisibilidad de la cultura, y esa destrucción parece ser un valor en sí misma, como lo es el extrañamiento. Así, concluye Agamben que hemos perdido el estatus poético, el acto poiético donde artistas y espectadores se reencuentran en un espacio común, velado bajo el genio esteticista.
En este crepúsculo del arte occidental, más importa la cosa que su transmisión, síntoma de la acumulación de cultura en nuestro tiempo. Para Agamben, el arte de Occidente, ese que ha extraviado la poiesis que nos reconcilia con la realidad a través del arte mismo, requiere recuperar la transmisibilidad del pasado, de la tradición:
“…es su transmisibilidad la que, al atribuirle a la cultura un sentido y un valor que se pueden percibir inmediatamente, permite al hombre moverse libremente hacia el futuro sin estar acosado por el peso de su propio pasado” (Agamben, 173).

El autor remite al Angelus novus de Klee y al Ángel de la melancolía de Durero como obras metáfora del ángel de la historia y del ángel de la estética. En la primera, el ángel da la espalda al pasado acumulado carente de significado, mientras delante de él colapsa el futuro con toda su carga de pretendido progreso. En la segunda, el ángel observa melancólicamente sus herramientas de oficio, que ya no le dicen nada.
En mi opinión, la afirmación de Agamben de que “el arte occidental ha llegado al punto extremo de su itinerario metafísico” (Agamben, 96) continúa revelando la inasibilidad del hecho artístico por parte de críticos y espectadores. Sus razonamientos para llegar a este diagnóstico, muestran una idealización del fenómeno artístico previo a la era moderna, satanizada esta. Aunque él mismo dice “El regalo del arte es el regalo más original, porque es el regalo del mismo lugar original del hombre […] permite que el hombre acceda a su estar original en la historia y en el tiempo” (Agamben, 164), los cuestionamientos hechos al arte moderno en tono tan apocalíptico olvida que la naturaleza del hombre clásico y medieval era, digamos, dominada por lo divino.
El hecho de que el hombre clásico o medieval creyese que se le revelaba la poesía, la gracia divina en el arte, no significaba que era realmente así. Y hoy tenemos que, la percepción del arte, es mucho más de la dinámica del mundo que nos rodea y que se ha desmarcado de lo divino. Sin embargo, el estado poético, en su forma oculta, está allí. La discusión revela, repito, la inasibilidad del arte.
En la lectura de Agamben, obtenemos valiosas revelaciones sobre cómo llegó el arte actual a ser lo que es, más la condena del arte actual cae en la eterna diatriba entre el arte como forma y como epifanía de la verdad.
Es así pues que, estoy en consonancia con Agamben, para quien  el intento de aprehender la obra mediante el juicio estético, se pervierte en la entronización de un pretendido buen gusto que desemboca en su caricatura: el mal gusto. A partir de allí se tambalea la seguridad de artistas, críticos portadores del buen gusto y espectadores, sobre los valores y predicados que en las obras eran garantía de su aprehensión.



Referencias

Agamben, Giorgio: El hombre sin contenido. Barcelona, Ediciones Áltera, 2005.

Recursos electrónicos:
Gorelik, Adrián: Das vanguardas a Brasília. Cultura urbana e arquitetura na America Latina, Editora da UFMG, Belo Horizonte, 2005. Citado en: <http://74.125.95.132/search?q=cache:VbN6T6umpYIJ:magazines.documenta.de/frontend/article.php%3FIdLanguage%3D13%26NrArticle%3D314+%22extra%C3%B1amiento+en+el+arte%22&cd=5&hl=es&ct=clnk&gl=ve>

Foto:

Alberto Durero, “Melancolía I”, 1.514.