El
ventanal del aeropuerto
Olga
Fuchs®
La multitud, acompasada, se movía en
todos los sentidos. La cinta mecánica había trasladado pasajeros que arribaban
o que salían de viaje en orden, sin interrupciones, sin sobresaltos. El andén
móvil había funcionado durante años desde la inauguración del aeropuerto. Sus
dientes metálicos se veían desgastados, pero, implacables, encajaban uno detrás
del otro, mordiendo tiempo, destinos y almas distraídas por el sopor del jet
lag. El sonido del aire acondicionado semejaba una cascada de fría agua que
detenía los alientos como besos abortados.
La
figura de Esteban transcurría y se reflejaba en el ventanal de vidrio, frío
testigo de los anhelos de ida y vuelta. Sentía esa sensación de ser observado,
incómoda y extraña, cuando encontró los ojos de Begoña, que le sonreían desde
el andén móvil en el sentido opuesto, desde cierta distancia, acercándosele
lentamente. Esteban no creía lo que veía. Su vieja amiga aparecía de nuevo,
después de veinte años sin saber nada de ella.
Esteban
gritaría a viva voz:
—
¡Begoña, Begoña! −Y luego de una pequeña pausa, añadía con otro grito−:
¡Begoña, Begoña, soy Esteban García!
Begoña
reía ya abiertamente al reconocer a Esteban y, en el justo momento de pasar uno
frente al otro, la cinta rodante se detuvo.
—Begoña,
hola −decía él entusiasmado luego de un cariñoso abrazo−. Tantos años sin
vernos, pero estás idéntica, no has cambiado.
—Hola,
querido Esteban −decía Begoña correspondiendo al saludo de su amigo−. Tantos
años sin vernos, es verdad, pero no olvidamos nuestros rostros. Qué alegría me
da… −no pudo terminar la frase por causa de una fuerte explosión al fondo del
pasillo rodante.
Miles
de pedazos de vidrios de aquel ventanal voyerista saltarían hacia el confinado
espacio de aluminio y las grises alfombras con negros detalles de vinilo,
absorbían el rojo de la sangre, en
contraste con todo aquel claroscuro.
El
ventanal roto convertido en reflexión plata, se extendía en mil pedazos sobre
los pasajeros inertes, ya maniquíes de vitrina.
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