jueves, 24 de mayo de 2012

Luz que sólo alumbra aquello que sólo alumbra la locura.



"Cuenta Marguerite Yourcenar que sin tener una conciencia clara, todos entramos en los sueños amorosos de quienes se cruzan con nosotros o nos rodean. Y sucede a pesar de la fealdad, la penuria, la edad o la sordidez de quien desea; y a pesar del pudor o la timidez de quien es codiciado, sin que cuenten sus propios deseos, dirigidos tal vez a otra persona. Así, cada uno de nosotros abre a todos su cuerpo y a todos se lo entrega. Recordé estas palabras de Yourcenar luego de soñar contigo. Un sueño más bien raro, intenso, eso sí, pero muy raro. Soñé que tu sexo era un jardín y que llegaba hasta él siguiendo las tenues huellas de una luz insólita. Una luz distinta que hacía distinto todo lo que alumbraba. Una luz intensa que quemaba las sombras de las palabras de los antiguos amantes. Luz que sólo alumbra aquello que sólo alumbra la locura.
Del jardín que era tu sexo flotaban extrañas corrientes de dulce intranquilidad que despejaban, desde una extraña galería de gestos, las sombras que señalan los límites recónditos de la otra orilla del universo. Cualquiera de los universos. Es igual. Algo que no logré identificar me tocaba la lengua. Algo muy parecido a una corriente de agua suavecita. Cerré los ojos para degustar pero, nada más cerrarlos, una mano comenzó a guiarme hacia no sé qué sitios exactamente. Mientras me dejaba llevar pensé en la mano sabia de Baldovina que le destejía el asma a Lezama. Pensé en la mano encantada de la Sylvia de Nerval. Pensé en las manos delicadas y nocturnas de Novalis que eran extendidas en medio de la oscuridad  para sentir las revelaciones de la belleza y de la vida. Recordé el atardecer en que Octavio Paz le enseñó a mis manos cómo abrir las cortinas de tu ser y descubrir así los cuerpos de tu cuerpo.
Esa extraña mano me llevó hasta lo que parecía el centro del jardín. Me señaló un promontorio donde parecía irse agolpando los distintos alfabetos de la saliva espesa como el abrazo del polvo arrojado sobre las telas de las lámparas de aquellas casas viejas. Me senté junto a la breve montaña y ella me susurraba al oído los distintos modos de existencia del deseo. Algo dijo sobre la inteligencia de tu carne. Me contaba a través de las voces incrustadas en su esencialidad cilíndricamente líquida sobre la locura de semen derramado, sobre las lenguas que hacen inventario de piernas que se retuercen y se estiran, sobre las erupciones dentro de la demora que procura la boca que chupa incandescencias. Yo escuchaba y atendía cada palabra expresada en los distintos aromas que luego se volvieron piel donde, balbuciendo ráfagas de aire caliente, terminé consumiéndome lentamente".

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