"Cuenta Marguerite Yourcenar que sin tener una
conciencia clara, todos entramos en los sueños amorosos de quienes se cruzan
con nosotros o nos rodean. Y sucede a pesar de la fealdad, la penuria, la edad
o la sordidez de quien desea; y a pesar del pudor o la timidez de quien es
codiciado, sin que cuenten sus propios deseos, dirigidos tal vez a otra
persona. Así, cada uno de nosotros abre a todos su cuerpo y a todos se lo
entrega. Recordé estas palabras de Yourcenar luego de soñar contigo. Un sueño
más bien raro, intenso, eso sí, pero muy raro. Soñé que tu sexo era un jardín y
que llegaba hasta él siguiendo las tenues huellas de una luz insólita. Una luz
distinta que hacía distinto todo lo que alumbraba. Una luz intensa que quemaba
las sombras de las palabras de los antiguos amantes. Luz que sólo alumbra
aquello que sólo alumbra la locura.
Del jardín que era tu sexo flotaban extrañas
corrientes de dulce intranquilidad que despejaban, desde una extraña galería de
gestos, las sombras que señalan los límites recónditos de la otra orilla del
universo. Cualquiera de los universos. Es igual. Algo que no logré identificar
me tocaba la lengua. Algo muy parecido a una corriente de agua suavecita. Cerré
los ojos para degustar pero, nada más cerrarlos, una mano comenzó a guiarme
hacia no sé qué sitios exactamente. Mientras me dejaba llevar pensé en la mano
sabia de Baldovina que le destejía el asma a Lezama. Pensé en la mano encantada
de la Sylvia de Nerval. Pensé en las manos delicadas y nocturnas de Novalis que
eran extendidas en medio de la oscuridad para sentir las
revelaciones de la belleza y de la vida. Recordé el atardecer en que Octavio
Paz le enseñó a mis manos cómo abrir las cortinas de tu ser y descubrir así los
cuerpos de tu cuerpo.
Esa extraña mano me llevó hasta lo que parecía el
centro del jardín. Me señaló un promontorio donde parecía irse agolpando los
distintos alfabetos de la saliva espesa como el abrazo del polvo arrojado sobre
las telas de las lámparas de aquellas casas viejas. Me senté junto a la breve
montaña y ella me susurraba al oído los distintos modos de existencia del
deseo. Algo dijo sobre la inteligencia de tu carne. Me contaba a través de las
voces incrustadas en su esencialidad cilíndricamente líquida sobre la locura
de semen derramado, sobre las lenguas que hacen inventario de piernas que se
retuercen y se estiran, sobre las erupciones dentro de la demora que procura la
boca que chupa incandescencias. Yo escuchaba y atendía cada palabra expresada
en los distintos aromas que luego se volvieron piel donde, balbuciendo ráfagas de
aire caliente, terminé consumiéndome lentamente".
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