sábado, 4 de octubre de 2008

G & G II





Gonzalo, esa mañana de sábado, le exigió a Gladis que limpiara las ventanas del edificio porque él no quería ir.
— ¡Sólo tienes que limpiar del piso 36 al 39, no llegues al 33! Le ordenó.
Ella sólo limpiaba las oficinas por dentro, pero era su hombre. Tenía que obedecerlo, mujer sin hombre no era mujer. Era ley del barrio, pero ella se esforzaba por librarse, estudiaba el quinto año.
Entró por detrás del edificio ¿Para qué iba a saludar al vigilante? Comenzó a limpiar las ventanas, con su rostro bañado en lágrimas. Se miró reflejada en las ventanas, miró su alma vacía, escrutó su tristeza y sólo encontró una fría decepción. Su distracción causó que bajara mucho el andamiaje, los guantes mojados le hicieron resbalar las cuerdas. Llegó así al piso 33.
Asustada, trató de controlar el andamio, y en eso, vio a través del vidrio, en el interior, dos cuerpos amándose; más asustada aún, se arrastró hasta el otro extremo de las tablas, ya desequilibradas, por una ventanal mal cerrado, entonces vio un maletín lleno de dinero, en la salita anexa.
La brisa se llevó, de repente, su sobresalto. Decidió entrar a robar, por las ventanas entreabiertas, con aquellos dos amantes distraídos, le iba a dar tiempo a entrar, meter el dinero en su morral y salir.
La agilidad que le era propia la ayudó a deslizarse al interior, como una gata hambrienta, que olvida el precipicio que la separa de su presa.
Estaba adentro cuando escuchó:
— ¡Gonzalo, mi bruto, tú si que me lo haces rico!
¿Gonzalo? Curiosa se asomó y descubrió que era Gonzalo con la Sra. Bettina.
Ahogó un grito, la rabia se apoderó de ella, buscó el destornillador que tenía en el morral, entró furiosamente e hirió a Gonzalo, en la yugular, causándole la muerte. Miró fríamente a la ejecutiva, quien se quedó petrificada, agarró el abrecartas y la Sra. Bettina reaccionó aterrada, gritando, pero ¿quién la iba a escuchar?
— ¡No, no, por favor Gladis no me hagas daño! ¡Era sólo un ratico con Gonzalo, él no te iba a dejar, sólo me ayudaba en los encargos, tú sabes!
— ¡Toma perra!, dijo Gladis, y le clavó a la Sra. Bettina en el corazón, el abrecartas filoso.
Sintió cómo su rabia se iba drenando, como drenaba sangre del pecho de la traidora.
Recordó el dinero. Buscó otros guantes en el closet de la limpieza. Acomodó el sitio, borrando posibles huellas, metió el dinero en su morral, y limpió el maletín con pride. Cambió sus zapatos por los de Gonzalo. La ropa de la Sra. Bettina la guardó en una bolsa plástica. Tomó los pasaportes, legales y falsos, tarjetas y chequeras, las llaves, y las del carro, ya el Gustavito la ayudaría a vaciar las cuentas y a sacar ese motorcito con ruedas de la perra Bettina del estacionamiento.
Había tiempo para todo.
Volvió a salir por las ventanas, subió el andamio, lo guardó en la azotea. Bajó por las escaleras, y volvió a la oficina, abrió la puerta principal de vidrio, forzó la puerta de madera, para confundir, y cerró desde adentro las ventanas.
Salió, sin que la viera el vigilante. Llegó al rancho, se arregló, guardó en otro morral más ropa, mezclándola con el dinero, y la ropa de la Sra. Bettina, que tanto le gustaba.
Le dijo a la vecina que se iba por unos días a Bucaramanga y que Gonzalo se había ido al Táchira. Planeó con el Gustavito todo lo de los bancos, y se compró un celular de esos internacionales.
Ya iba camino al Oriente, buscando el sur, y a aquel garimpeiro ladrón, con el que se podía asociar.
Recordó su rostro lloroso reflejado en las ventanas, y lo borró para siempre.
La Sra. Bettina, conocedora de embauques y negocios de nivel, había comenzado una ampliación operacional y administrativa, con su destornillador favorito, impregnado del color de la venganza, en el morral.
Olga Fuchs®